sábado, 12 de mayo de 2007

“EL PSICOANÁLISIS CONFRONTADO CON LA VIOLENCIA CRIMINAL” de Claude Balier

Conferencia Vulpian, Mayo 2002


*Traducido y adaptado del francés por Patricia Martínez Llenas

Más allá de la articulación Cuidados-Justicia, hemos buscado constantemente en el curso de esta velada, la identidad de los agresores sexuales, su capacidad a construirse como sujetos responsables. Debimos sumergirnos a nivel de las raíces mismas de eso que hace al Ser Humano, con sus pulsiones y sus defensas más arcaicas, más acá o más allá de la represión que nos es familiar. Quiero hablar por supuesto del clivaje.
Me viene el deseo de echar una mirada de conjunto sobre la comprensión de esos comportamientos singulares, de los cuales algunos, salidos de una “disposición perversa polimorfa”, del niño que todos nosotros fuimos. En este período de la vida, se trata de pulsiones parciales, en espera de organización bajo la primacía de lo genital. Desmitificando la idea de monstruos, tal como lo hecho J.M. Elchardus (Emprise, mimetisme et travail soignant.Adolescence vol. 7n°2 1989) y D. Zagury (La psychiatrie face aux violences.Perspectives psychiatriques 2001 vol.40 n°2), ¿Qué vale nuestro esfuerzo de comprensión? ¿Se puede ayudar a esos sujetos a encontrar otra vía? ¿Cuáles son las funciones respectivas del juez y del terapeuta al cabo de una colaboración controlada que creo indispensable y preciosa?
Los comportamientos sexuales violentos representan una forma particular de la violencia destructiva en general. Es pues la violencia y la destructividad que nos interesa, aún si ellas revisten una singularidad según el desarrollo de la persona y el medio familiar, y del lugar de la sexualidad en la economía humana.
Debido a eso, fui llevado a establecer, más allá de las clásicas perversiones repartidas en función de la fuente, del fin y del objeto de la pulsión, una distinción entre las “perversiones sexuales” que comportan procedimientos defensivos suficientemente elaborados, que denominé como “perversidad sexual” más próxima a la psicosis, donde domina la violencia y la destructividad. Esta distinción se recorta con esa que hice entre el “recurso al acto” y “pasaje al acto”.
Efectivamente, es corriente utilizar el término “pasaje al acto” para designar todas las formas de acting que sustituyen a un trabajo psíquico, en el curso de la cura psicoanalítica o en todo hecho externo, en cual caso, se habla de “acting out” como nos enseñaron los escritos anglo-sajones.
Ahora bien, el término “pasaje al acto”, que se refiere implícitamente a la psicopatía, diagnóstico del que se sirven frecuentemente un poco rápido para hablar de los sujetos que reemplazan el pensar por la acción, implica en efecto las imagos latentes, las representaciones conscientes, o sobretodo inconscientes, que no pueden ser contenidas y reclaman una descarga inmediata. Es decir que existe una mentalización a pesar del vacío característico de esta patología.
El recurso al acto es de otra cualidad, marcada por el sello de lo irrepresentable. Si la angustia subyacente está ahí, ella no es percibida. El acto parece tan absurdo, tan inesperado, que el observador se inclina a atribuirlo a una pulsión de hundimiento reactivada en una situación dada, pero siempre presente detrás de un funcionamiento aparentemente normal.
Si se puede percibir en el psicópata una hiperestesia de superficie que explique el sentimiento de ver enemigos por doquier o de sentirse fácilmente en situación de inferioridad apelando a una reacción brutal, se trata del recurso al acto cuyo autor no da otra explicación que no sea otra que “eso me agarró así, como una pulsión”. La angustia subyacente ha sido totalmente anulada.
Es por una reconstrucción paciente en el curso de una psicoterapia que puede comprenderse la naturaleza de esta angustia de hundimiento o aniquilación, en relación con experiencias traumáticas precoces.
Existe, pues, un repudio radical a una angustia extrema. Es un clivaje del Yo sustancial, siendo G. Bayle el mejor ubicado para definir las características que permiten el recurso al acto en condiciones explosivas en un sujeto que por otro lado lleva una vida ordinaria.
Los actos en cuestión están destinados a llenar un sentimiento de omnipotencia que fracasa ante la amenaza de hundimiento –narcisista-, de ahí que aparezcan las más terribles violaciones, a veces homicidios, agresiones sexuales de niños pequeños sin acercamientos seductores, penetraciones anales, incesto llamado “dictatorial”, etc.
Hablar de “defecto de mentalización”, para caracterizar esos estados de “recurso al acto” y de “pasaje al acto” presenta el riesgo de evocar un origen constitucional como se ha hecho durante largo tiempo para la psicopatía. Es más conveniente el proponerse comprender los orígenes más profundos de tales situaciones para ver si puede remediarse.
Esto es, definir la capacidad primordial del ser humano para aceptar las necesidades de la realidad, es decir, la existencia del otro, aún al precio de un sufrimiento debido al abandono de sus propias exigencias personales y de una satisfacción total de sus deseos. Hace falta que haya al mismo tiempo, el placer que acompañe a este sufrimiento, placer de comunicar su individualidad y su autonomía, desde la infancia. Nombré también el “masoquismo erógeno primario”, al cual D. Rose (L’endurance primaire, P.U.F., Le fil rouge 1997) le ha dado el nombre duro de “endurance primaire” –resistencia primaria-).
Este análisis puede parecer alejado de nuestras preocupaciones en nuestro trabajo cotidiano. Que se piense sin embargo, en todos esos delincuentes y criminales que en la intimidad de sus reflexiones, detrás de una fachada de revuelta, suelten un “uf” de alivio ingresando a la prisión. Freud habló de los criminales por sentimiento de culpabilidad inconsciente, que buscan el castigo. Búsqueda de continencia en todo caso, al cabo de una escalada enloquecida en la repetición de delitos.
La continencia, he aquí un rol mayor de la ley dentro del espíritu de una articulación entre justicia y cuidados. Corresponde al terapeuta, entonces, de guiar a aquél, que deviene en un paciente, hacia un esfuerzo de reflexión sobre su manera de funcionar. Toma de conciencia dolorosa que aporta al mismo tiempo la satisfacción de descubrirse como sujeto responsable; es una forma de reencontrar el sócalo de la resistencia primaria, donde se juntan placer y displacer, donde se realiza la intrincación de las pulsiones, la confrontación a la realidad y el atravesamiento del clivaje.
Observemos las funciones respectivas del juez, de la prisión y del terapeuta.
El primero ordena la sanción y la contención, con el fin de responsabilizar al sujeto. Pero en su ignorancia, es cómplice del clivaje, tal como bien nos muestran los detenidos. “Cometí un delito, lo pago, es así y se terminó, ya pasó”.
Esto viene a corregir, a incitar a los cuidados, obligando al menos a una primera entrevista de naturaleza terapéutica.
La segunda, la prisión, por su rol contenedor, con sus reglas estrictas, encuadra el desborde de la excitación que puede, por otro lado, ser despertada bajo la forma de angustia por el esfuerzo terapéutico.
El terapeuta, así ubicado fuera de la preocupación del desborde de la excitación, cosa que no es el caso, recordémoslo, bajo las condiciones ofrecidas en un ambiente exclusivamente médico, dentro de un hospital por ejemplo, entonces puede consagrarse prioritariamente a su función más importante: acceder por la comprensión de los procesos intrapsíquicos, a la fragilidad inicial camuflada por el clivaje.
Esta fragilidad, tampoco es percibida ni identificada por el sujeto. Estamos de este lado de las posibilidades corrientes del psicoanálisis, que trabaja con representaciones, y con contenidos psíquicos. Aquí estamos, pues, ante la indiscriminación afecto-representación, tal como lo señaló André Green en el congreso mundial de psicoanálisis hace algunos meses, al evocar las enfermedades psicosomáticas y la delincuencia, parientes próximos por su modo de organización psíquica.
Aquí, sólo hay afectos que no pueden ser nombrados. Es la famosa frase de nuestros pacientes: “eso, me agarró así, no se por qué”
El trabajo terapéutico pasa por el reconocimiento del terapeuta, a través de sus propios afectos, de eso que pudo haber vivido el agresor en el momento de su acto, en cuanto al despertar de huellas de traumatismos padecidos anteriormente. Es el “compartir afectivo” del que habla C. Parat (L’affect partagé P.U.F. 1995 – El afecto compartido-)
A través de este compartir, por acercamientos sucesivos y matizados, las emociones podrán poco a poco ser reconocidas, no sin sufrimiento, se reconoce la resistencia primaria y con ella, la resiliencia del repudio.
Así, una obligación de cuidados se transforma para el sujeto en una confrontación consigo mismo, dolorosa, que despierta angustia y pesadillas, pero que va en un sentido reconstructivo gracias a un “placer de funcionamiento” que frecuentemente evoqué, siguiendo a Jean y Evelyne Kestemberg (Contribution à la perspective génétique en psychanalyse, RFP 1966 N° 5-6 – Contribución a la perspectiva genética en psicoanálisis-). Para arribar a resultados, es necesario de varios intervinientes y de poder contar, en los casos difíciles, con técnicas de cuidados, llamadas de “mediación simbólica”, realizadas por cuidadores o psicólogos: acercamiento personal, arte terapia, terapias de grupo o familiares, psicodramas.
La investigación realizada por A. Ciavaldini y M. Girard-Khayat y los colaboradores (Psychopathologie des agresseurs sexuels.Masson1999 – Psicopatología de los agresores sexuales-), médicos, psicólogos, enfermeros de 18 sitios de medio carcelario, mostró, entre otros resultados, la pertinencia de una actitud terapéutica que confronta a través del compartir afectivo, determinando a la mitad de los sujetos a comprometerse en un tratamiento, aún cuando se trate de una patología reputada de inaccesible a toda mejoría.
Pero, que se entienda bien, no se trata del “compartir afectivo” en sí lo que es importante. No se trata de jugar a “las buenas almas”. Pero, si a partir de una simbiosis como la denomina R. Angelergues, permitir la reconstrucción de procesos psíquicos para acceder a un sentimiento de identidad y a las representaciones.

Conclusión
La patología de los agresores sexuales es variada. Como consecuencia de traumatismos precoces, pueden establecerse la puesta de defensas elaboradas, que reducen al otro, por ejemplo, a un soporte fetichista. Es el caso clásico de las perversiones sexuales.
En lo que concierne a los actos más violentos, se puede hablar de hundimiento narcisista. El acto representa entonces una prueba de existencia, y no el resultado de una construcción psíquica. De ahí su aspecto pulsional brutal.
La acción terapéutica puede ir de la ayuda del Yo, la apoyatura, a la restauración de procesos que dan acceso a la representación, gracias a una comprensión de los fenómenos más arcaicos.
Siempre, el objetivo será de restaurar la subjetivación ayudando al paciente a afrontar la realidad, la existencia de los otros, al precio de un cierto sufrimiento. Acompañado del placer a “trabajar” sobre sí mismo. La tarea exige una participación afectiva del terapeuta, sin renegar, no obstante, de los principios psicoanalíticos. Tarea parecida a la utilizada por los psicosomáticos. El cuadro juega un rol fundamental.
Un cuadro terapéutico ciertamente, que no puede ser activo sin la ayuda del cuadro judicial.




“La psychanalyse confrontée à la violence criminelle” publicado por la Société Psychanalytique de Paris en http://www.spp.asso.fr/main/ConferencesEnLigne/Items/21.htm






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